La eterna espiral

clepsidra

El tiempo, como elemento de medida de carácter subjetivo, implica una dimensión antropomórfica que permite la comprensión de la realidad desde un prisma humano. El devenir, como si de una progresión aritmética se tratase, permite comprobar el avance de los distintos elementos que habitan en el entorno del hombre. Cada época, o momento histórico, ha entendido el tiempo de un modo particular condicionando su universo hasta supeditarlo a esta noción que nace de lo más profundo del individuo.

El transcurso de las cosas, el cambio y el movimiento, que incluyen la génesis y desaparición, implica una alteración del entorno que afecta de manera indudable a las personas. El cambio de la noche al día, las estaciones o la decrepitud que se asocia con la vejez, son indicadores de que se produce una deriva universal de la que resulta imposible sustraerse. El ser humano observa estas alteraciones e intenta, con sus herramientas conceptuales, limitar el torrente temporal que implica la vida. La contención de este desbordamiento temporal es un imposible que, si bien no puede frenarse, sí puede interpretarse para de esta manera tener claro el sentido del porvenir teniendo en consideración el provenir.

Para el griego, el paso de tiempo se interpretaba circularmente y, de este modo, los acontecimientos del pasado estaban destinados a repetirse una y otra vez. Conocer el pasado, por tanto, implicaba tener noticia de un futuro que descansaba sobre un pasado conocido. Así, nació la concepción de la Historia como Magistra vitae, como maestra para la vida debido a que el conocimiento de la disciplina histórica consentía con la preconcepción de un futuro que repetiría los pasos dados. El individuo clásico sabía que el conocimiento de los sucesos del pasado le permitiría tener noticia certera del hogaño y sus derivaciones.

La irrupción del cristianismo en Occidente rompe con esta circularidad del tiempo clásico. Nociones como la de creación ex nihilo, básicas para la comprensión de la divinidad, necesitaban de un punto de partida absoluto que encontraba su arranque en la omnipotencia de Dios. Por este mismo motivo, el punto y final también vendría marcado por esta misma potencia carente de limitaciones. El Génesis y el Apocalipsis coincidían con estos dos momentos que hacían de la voluntad sagrada el único criterio para la comprensión absoluta de la Historia. Si bien, las concepciones filosóficas sobre la historia durante el medievo estaban marcadas por esta caracterización, había un espacio para la historia de los hombres en el que estos podían dejar su mácula mediante la acción particular o colectiva. El tiempo se asemeja a un segmento marcado en sus extremos, aunque con espacio entre medias para el ejercicio del libre albedrío y el desarrollo de una historia humana.

La modernidad, con su progresiva laicización, acabará por extraer un tiempo histórico en el que, si bien habrá un principio, no habrá un final, pues el ser humano emancipado de la potencia divina se hace dueño de su propio destino. La razón ilustrada, entenderá el paso del tiempo como un vector en el que existe un comienzo, pero no habrá conclusión debido a la potencia intelectual que permitirá el progreso y el avance de la humanidad hacia cotas superiores de perfección. La Historia, como objeto de estudio, deja atrás su consideración de maestra vital y se convertirá en un camino de mejora continuada gracias a las características del ser humano. Por otro lado, se dejarán de lado las fuerzas personales y se rastrearán los elementos objetivos que implican la dinamización del tiempo histórico en toda época y lugar.

La contemporaneidad, por su parte, implica una herencia del tiempo ilustrado, pero la aceleración del presente no invita a una lectura halagüeña sobre las posibilidades de progreso. El futuro es hoy, no hay tiempo para la reacción y se necesitan de inmediato los réditos del progreso acumulado durante centurias. Sin embargo, no se dejan ver estas ganancias y las desigualdades o problemáticas, aunque de distinta apariencia, siguen siendo esencialmente las mismas. El tiempo histórico no ha arrojado una situación beatífica como la que se esperaba en momentos no tan lejanos.

La sociedad global que se está construyendo a enorme velocidad, necesita de alimento constante para su conservación y este no puede venir sino del consumo incesante. De este modo, se necesita de un tipo ideal de sujeto que, después de superar su estatus de súbdito y ciudadano, ha terminado por convertirse en mero consumidor de artículos para sostener el sistema. Cada cual vale lo que consume; esta es la situación en el presente de las sociedades occidentales.

La consideración para con el tiempo ha vuelto a transformarse. Ya no existe un movimiento cíclico en movimiento, fuerzas divinas que rijan los destinos o un avance prolongado traducible en un progreso patente. Lo que queda es la espiral presente que no se sabe con certeza dónde conducirá. De lo que sí se tiene constancia es de que terminará agostada si no se sigue sustentando en base a la producción de elementos superficiales que no hacen sino nutrir la vanidad de aquellos insertos en esta dialéctica de la negación del propio tiempo. Este, bajo este punto de vista, se desvanece, pues carece de sentido y no tiene más orientación que la producción continuada sin otro objetivo que mantener el crecimiento del beneficio.

¿Qué sentido tiene este crecimiento continuo? Se trata de la cultura del consumo fundada en la insatisfacción individual que, por extensión, se torna colectiva. La comunidad, imbuida de esta lógica mercantil, se sabe condenada de continuar esta ruta en la que no existe meta. Ya no se trata del progreso y mejoría constantes, más bien consiste en conseguir más y mejor coleccionando durante el camino experiencias. Estas se tornan superficiales y efímeras por la propia naturaleza de nuestro tiempo histórico; lo permanente es el enemigo a batir, pues, de no ir saltando de una realidad a otra de manera incesante el endeble entramado social se vendrá abajo. De este modo, el otrora ciudadano se convierte en consumidor en una lucha contra el tiempo.

 Lo político, la dirección de lo común se vuelve superficial desde el momento en el que la subjetividad es llevada al paroxismo al convertirse en individualidad cuajada de apariencia de libertad. Lo que pretende el sujeto es la construcción del propio destino, sustraerse de cualquier tipo de supervisión y, para lograr esto, debe escapar al tiempo colectivo haciendo de sí mismo una clepsidra vital. La posibilidad de decidir, de comprar, de tomar decisiones en cualquier momento o lugar, ha dinamitado los límites espaciotemporales a los que estábamos encadenados. No hay fronteras, solo la construcción incesante de la propia personalidad en base a los objetos adquiridos y las experiencias pagadas. Sin embargo, el tiempo sigue vigente en relación a su dimensión apocalíptica, pues, al fin y al cabo, todos acabaremos por sucumbir ante su avance.  Cuando esta realidad se hace patente ya es demasiado tarde, la muerte acecha y la innumerable cantidad de experiencias y elementos coleccionados no habrán servido para nada; ni tan siquiera como enseñanza para las generaciones venideras.

Un comentario en “La eterna espiral

  1. Totalmente de acuerdo, por suerte existen excepciones dentro de esta sociedad consumista en la que lo más importante es tener y aparentar. Me ha gustado mucho, Un beso. Laura.

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