Pecados capitales

El pecado se constituye desde tiempo inmemorial como elemento estructural para la fundación del orden social. Solo por medio del error, el tabú y las restricciones es posible la delimitación de las fronteras entre lo aceptado, tanto a nivel consuetudinario como formal, y lo prohibido. La primera categoría se mantiene en las lindes generadas para el mantenimiento de la grey, aunque estas resulten artificiales y móviles para de este modo trasladar la incorrección de manera arbitraria de una zona a otra. En este sentido tenemos innumerables ejemplos a lo largo de la historia. Por otra parte, se abren los territorios proscritos para la mayoría, aunque siempre transitados por los poderosos cargados de prebendas. No hay más que recordar las bulas ofrecidas siempre y cuando se hagan presentes los intereses terrenales en pugna con los espirituales. El vil metal termina por imponerse.

 La clandestinidad resulta, por su propia naturaleza, atractiva. No en vano los ambientes arrabaleros, cuajados de emociones furtivas para las clases encerradas en sus palacios de cristal, fueron motivo de alegría para la aristocracia y la burguesía parisina de finales del XIX. Las razones para ingresar en los suburbios entiendo que se debían a las conmociones derivadas de los peligros asociados a estas atmósferas humildes y cuajadas de supervivientes dispuestos a cualquier cosa para aferrarse a sus paupérrimas vidas. El que se considera con la suficiente ascendencia entiende que nada se le puede negar y, por este motivo, penetra en la ilegalidad para demostrarse a sí mismo, aunque de manera especial a los demás, su potencia personal. No hay nada clausurado si se goza del poder necesario. Así, las fronteras ficticias entre lo furtivo y lo aceptable no implican más que un trampantojo modificable al albur de las demandas particulares. En unos casos se habita en la indecencia, sea por incapacidad, genealogía o ignorancia; mientras, en otras situaciones es la mera apariencia la que arrastra a ciertos individuos a la oscuridad de lo moralmente reprobable.

El tradicionalismo es por motivos obvios el espectro social más tendente a la inmersión en el cautivador territorio de lo subrepticio. Me explico: cuando se defiende el rigorismo ético anclado en el conservadurismo no caben más posibilidades que la ruptura con las sólidas cadenas autoimpuestas. La falta de flexibilidad establece escasas salidas y, de no ser alguien absolutamente firme, resulta claro que en algún momento va a producirse el alejamiento respecto a los presupuestos originales. Frente a un absoluto positivo solo cabe un negativo de idéntica intensidad. En algunos casos nos encontramos frente a ligeras desviaciones obligadas por la eventualidad, aunque, en otras situaciones, se fomenta de manera proactiva la doble moral extendida en algunos círculos. De una parte, se denuncia la bajeza de lo ajeno mientras que de forma sibilina se alimenta la misma circunstancia. Hay innumerables casos que llevan a la transformación, por motivos interesados, de las jerarquías axiológicas aceptadas hasta un momento concreto. Aquí en España resultan conocidas las posiciones refractarias de los grupos conservadores ante avances como el matrimonio homosexual para, en último término, abrazar entre sus acólitos, e incluso dirigentes, esta misma posibilidad. Resulta complicada la coherencia bajo ciertos posicionamientos pétreos.

La redención por el perdón todavía no ha llegado a la tierra, se mantiene de manera exclusiva para las altas esferas celestes del más allá. Solo cabe compasión para con el fuerte mientras el débil es aplastado, no hay más opciones, pues el conservadurismo predica, pero no aplica su propio mesianismo. El inmigrante, el pobre o el desarraigado únicamente es objeto de la veleidosa beneficencia siempre expuesta al ojo ajeno para desgravar o lograr el beneplácito de la comunidad. Solo así pueden mantenerse las jerarquías para observar con desdén al desposeído mientras se hace un mohín de desagrado y se aprieta el paso conteniendo la respiración. Hoy la compasión es una foto en Instagram, una mera reseña a pie de página sin más continuidad en el cuerpo del texto. Al tiempo, y como si se alguien les rasgase las vestiduras, proclaman urbi et orbi el purismo espurio sometido a la fractura constante, pues ya hemos dicho que el rigorismo únicamente admite su contrario. No caben medias tintas.

Los fariseos han ocupado el templo a pesar de mostrarse como la verdadera y auténtica norma. Más allá de sus estrechas miras solo cabe la huida, pues la violencia y la reprobación se han aliado con el tradicionalismo social que pretende inundar nuestras existencias. Todo es objeto de reconvención: la vida, el sexo, la política y la muerte caen bajo el auspicio amargado de aquellos que después se aprovechan de los derechos conquistados. Ahora bien, sus casos siempre son excepcionales y el enfrentamiento se convierte en su rutina. La rebeldía contemporánea es interpretada como una vuelta a lo pretérito, a la autoridad agostada y encerrada desde hace tiempo. Hoy se proclama la resurrección de la intransigencia por entenderse lo progresivo como un atentado contra los valores viriles, hispanos y decimonónicos superados por el extranjerismo imperante. Nada más lejos de la realidad, los tiempos han cambiado, pero todavía tenemos entre nosotros individuos aferrados a la falsa moneda de la integridad fingida. Se entiende, por tanto, la fractura fundada en la ley de la amnistía, una medida de gracia y reconciliación ajena a esta beligerancia impostada. Los ánimos se calientan, pero lo que realmente sucede es que el estatismo intelectual instituido sobre la estulticia impide el avance colectivo. Ojalá la prédica fuese acompañada por el ejemplo, pero me temo que el privilegio impide una visión de conjunto profunda y reflexiva.

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