El porqué de la reacción

Con independencia de las voces y nostalgias enclaustradas en un pasado recubierto de oropel, resulta indiscutible el avance logrado en las últimas décadas. El camino abierto en relación a temas fundamentales como la libertad de expresión, la igualdad intergénero, la consecución de derechos para minorías, hasta no hace tanto perseguidas, o el acceso a una educación y sanidad universales son hechos palmarios que no admiten réplica; al menos en las democracias europeas. Esta aparente bonanza podría haberse traducido en un alcance cultural de gran calado o en la alfabetización crítica de la ciudadanía, pero asistimos, sin que se genere una repulsa manifiesta, a momentos de reacción en los que la derecha y la extrema derecha más tradicionalistas acaparan los discursos rupturistas y, por tanto, el atractivo para ciertos colectivos todavía insertos en etapas tiernas de la vida. Es decir, estos movimientos siempre pendulares en la escena política y comunitaria, arrastran a sus arengas y posicionamientos a jóvenes deseosos de significarse contra el progreso característico de los últimos tiempos. Resulta cuanto menos paradójico que el caldo de cultivo para la reacción se localice en grupos agraciados por el desarrollo logrado tras muchos esfuerzos y sacrificios. De hecho, gran parte de las ventajas asumidas por este sector poblacional son consecuencia directa de los pasos dados como sociedad. Con todo, algo late en el seno de nuestras comunidades que invita al rechazo de la integración de propuestas que podríamos asumir como positivas para el conjunto.

En cierta medida entiendo el aire de rebeldía inserto en la negación de algo entendido como lo establecido. En otras palabas, no hace tanto la impugnación del tradicionalismo se entendía como la cadencia propia de los rupturistas, de aquellos dispuestos a cambiar las cosas. Hoy por hoy, y después de la naturalización de las conquistas mencionadas, la fractura con la convencionalidad se entiende actualmente como un retorno a ciertos valores prístinos y supuestamente extraviados. Así, la insubordinación normalmente asociada a fases tempranas del desarrollo personal se ha convertido en la añoranza de tiempos pretéritos endulzados por los otrora jóvenes de antaño. En este sentido, resulta habitual comprobar como políticos retirados, antiguos artistas de éxito o personajes célebres y olvidados desde hace años se rasgan las vestiduras por la supuesta dictadura impuesta por los sectores progresistas. Algo así como si los derechos alcanzados fuesen de obligado cumplimiento cuando realmente resulta lo contrario: los tenemos a nuestra disposición, pero no implican en ningún caso necesidad alguna. Con todo, son legión los individuos molestos por temas que en nada les atañen como el feminismo, la aceptación de la diversidad de las inclinaciones sexuales existentes o el establecimiento del aborto como una garantía para la vida de las mujeres.

La amalgama de temáticas enraizadas en esta preocupante cadencia implica una multiplicidad de temáticas vinculadas de manera artificial para ofrecer una especie de cajón de sastre en el que caben innumerables componentes caducos. Los nacionalismos cercanos al preconstitucionalismo, el control sobre la vida de los ciudadanos, la gestión de la muerte ajena, la intromisión en el derecho de la mujer al control sobre su propio cuerpo, la supervisión de las relaciones sentimentales ajenas, la negación de ciertas expresiones culturales, la vuelta del catolicismo más rancio, de la tauromaquia o la imposibilidad de usar los idiomas autonómicos son notas que denotan una caída en proceso de aceleración, pues lejos de levantarnos contra esta estulticia, hasta hace no tanto aparentemente superada, estamos tragando de manera dócil por sospechar que resulta imposible una vuelta al pasado. Los grandes conceptos vaciados de contenido para adornar esta vereda podrían sintetizarse en la libertad, la vida, la tradición judeocristiana y los en apariencia valores supremos que salpimientan estas propuestas.

La realidad es bien distinta y no hay que escarbar demasiado para encontrar posicionamientos racistas, misóginos, retrógrados y totalitarios en esta vertiente de la nueva rebelión antes las supuestas imposiciones de la colectividad. La democracia debe cuidarse, pues, como ya he dejado escrito en múltiples ocasiones, su alternativa resulta aterradora y no hay demasiados puntos intermedios a los que agarrarse. La quiebra democrática nos arrastrará sin remisión a terrenos oscuros de los que resulta complicado evadirse una vez consumado el desastre.  ¿De dónde provienen estos aires de revuelta ante el progreso? No podría definirse con precisión a un solo grupo dado que son innumerables las corrientes confluyentes en este punto: grupos políticos extremos y sus juventudes militantes, colectivos religiosos, intelectuales orgánicos y creadores de contenidos culturales adosados a propuestas marchitas y trasnochadas. Esto, sin embargo, no es más que la punta del iceberg, pues, bajo esta superficie, hay un hontanar de crédito que posibilita esta mal llamada batalla cultural debido a que no es más que un giro intelectualista y reaccionario con intereses privativos. En este caso, y para profundizar en esta realidad, solo haría falta seguir el dinero para comprobar de dónde procede la innegable financiación que posibilita la propaganda reactiva. Hay innumerables grupos dispuestos a romper nuestras democracias, convencidos de que todo avance de la colectividad atenta contra unas prebendas y privilegios entendidos como fruto de su merecimiento, estirpe o herencia. Resulta primordial detectar estas anomalías para al menos plantar una agria batalla antes de que consigan devolvernos a la caverna.

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