La podredumbre

La putrefacción a todo alcanza, no hay elemento inmune a la degeneración, aunque, en cada caso, actúe un rasgo distinto para cada realidad. El paso del tiempo es el único denominador común para la declinación, pero actúa de manera diferente en cada caso. Por ejemplo, una mole de granito necesitaría de un lapso colosal para terminar reducida a simple arena. Por su parte, una estructura metálica sucumbiría al óxido en pocos años, máxime si se encuentra en una zona húmeda. Una fruta, por traer a colación una última muestra, acabaría consumida por el moho en escasos días para convertirse en una pulpa incomestible. ¿Qué es lo que sucede con las entidades intangibles y abstractas? De manera inequívoca también se ven sometidas a la decadencia tal y como sucede con las ideas que pasan de moda, las relaciones sentimentales extenuadas por el tedio o las amistades sepultadas bajo el peso de la distancia. En otras palabras, todo termina por desvanecerse aquejado por sus propias debilidades.

Lo político tiene su propio cáncer: la corrupción. Algo también sometido al tiempo, pues, según va transcurriendo, se van ofreciendo más posibilidades para su desarrollo. Solo es cuestión de dar con la combinación precisa que, por cierto, siempre termina por darse. Esta humillación de lo colectivo encuentra acomodo en cualquier resquicio, algo así como la herrumbre instalada en el hierro para hacerlo desaparecer; de manera casi imperceptible en un principio, pero a ritmo constante. El corruptor debe encontrar la horma de su zapato, es decir, al corruptible. Esta relación simbiótica se da siempre, pues es algo innegable la tendencia de algunos al desfalco y la de otros a aprovechar esta debilidad. Por tanto, es imposible que no se produzca en algún momento la posibilidad y que esta no sea cuidadosamente exprimida por algún desaprensivo que, por supuesto, necesita de la otra parte. Es algo así como un fluido que aprovecha cualquier resquicio para atravesar una superficie; esta pudrición de lo social emplea la misma metodología para extenderse, buscar y encontrar el intersticio para llegar al tuétano de la colectividad y así corromperla. Verbigracia, los momentos de pandemia en la que la mayoría de la ciudadanía estaba asustada, en duelo o enclaustrada en sus domicilios, fueron aprovechados por una legión de deshonestos intermediarios entregados a la búsqueda de la mordida. Mientras unos se dejaban la vida en los centros sanitarios, otros se empeñaban en la consecución de un beneficio a costa de la muerte ajena.

En España tenemos un grave problema con esta circunstancia. Tan lejos ha llegado la problemática que podríamos afirmar que se ha producido una metástasis a erradicar. Habrá que comprobar hasta dónde llega el daño y qué miembro debemos amputar, pero la deriva de corruptelas constantes no puede continuar erosionando nuestra organización política. Las consecuencias son graves, pues invitan a la irrupción del populismo más atroz y descarnado. Cuando la ciudadanía pierde la confianza en los representantes públicos se producen virajes inesperados y terribles que conducen a lugares peligrosos. Para muestra el ascenso de personajes como Trump, Bolsonaro o Milei, individuos envueltos en la bandera de la lucha contra la élite supuestamente enemiga del pueblo. Lobos con las llaves del corral dispuestos a degradar lo compartido para establecer sus intereses y los de los suyos. Aquí siempre pierde lo político y esto supone el extravío de la democracia tal y como la conocemos. Tras el paso de este tipo de líderes mesiánicos se instala la violencia, la polarización, la mentira y la sentimentalidad infantil conectada a los símbolos aglutinantes. Todo provocado por la degeneración política en forma de corrupción o crisis que, al fin y al cabo, vienen a ser cosas parecidas. De hecho, los momentos de emergencia como el mencionado hace unas líneas son aprovechados por los corruptores para encontrar el agujero por el que colarse.

La cuestión hispana tiene amplio recorrido, pues hemos celebrado de manera recurrente a los pícaros y buscavidas. Quizás sea la consecuencia de las coronas en bancarrota de Felipe III y Felipe IV, pero tanto el Lazarillo de Tormes como la Vida del Buscón se entienden como hitos de nuestra literatura y como retrato cercano a la realidad social de la época; cosa que no niego, por supuesto. Un mundo empobrecido, arruinado y deprimido en el que la truhanería resultaba la única solución para salir adelante. O qué decir de la organización criminal de Rinconete y Cortadillo, un verdadero sindicato del crimen cuajado de muchachos imberbes empujados a la criminalidad. Esta cadencia se siente también en Zalacaín el aventurero de Baroja, pues sus venturas y desventuras no son más que la lucha por la supervivencia en un lugar hostil: España. Así, se crea un caldo de cultivo en el que la evasión fiscal, el aprovechamiento o el pelotazo se ven como méritos inigualables para convertir al ciudadano honrado en un estúpido moralista.

De manera fáctica esta tendencia se vio consumada durante el franquismo. Este régimen autoritario se convirtió en el caldo de cultivo idóneo para la génesis de nuestra actual tradición corrupta. La necesidad de medrar para lograr favores, la designación a dedo y por capricho de altos cargos, los favores estatales a los empresarios afines, la purga para el pensamiento disidente, el terror instalado a todos los niveles y la realidad social depauperada convirtieron nuestro país en un verdadero vergel para las prácticas espurias. Este profundo poso no se borra de la noche a la mañana y resulta complicado apostar una deriva cívica, aunque vayamos dando pequeños pasos. Hoy, por ejemplo, no se celebran los casos de corrupción, al menos públicamente, pero sigue presente cierto aire de satisfacción cuando alguien logra consumar el escamoteo o el pelotazo. Con el recorrido democrático que llevamos a nuestras espaldas va siendo hora de erradicar estas prácticas de manera definitiva o, al menos, convertirlas en una excepcionalidad digna de escarnio. Solo así, mediante la práctica de un republicanismo sincero, lograremos dar un salto más en la madurez de nuestro orden social.

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