Los tractores

El campo arde y traslada su incendio hasta las puertas de la ciudad. Realmente el único modo de lograr satisfacción, pues, en caso contrario, los trabajadores agrícolas y ganaderos seguirán enquistados en un proceso sin solución. Los tractores, no aptos para la circulación por el asfalto, han tomado las principales vías urbanas y han ocasionado el caos entre vítores, aplausos y, por qué no decirlo, algún que otro episodio violento. Nada realmente grave, pero sí la muestra de cierta actitud establecida sobre los mimbres del caudillismo agrario. Aunque parte de las protestas resulten legítimas (esto sucede en la mayoría de movimientos), se ha generado un ambiente enrarecido que persigue el enfrentamiento cainita entre clase obrera de distinto pelaje, como si unas labores fuesen más dignas que otras. Nada más lejos de la realidad, la conformación de un orden social requiere de un reparto de tareas que alivie la cotidianeidad y establezca un ambiente propicio para la vida. Todos somos esenciales en cierta medida y este choque fútil viene marcado por la instrumentalización de instancias ajenas.

Se magnifican consignas que vienen a defender la necesidad del campo para la existencia de los urbanitas, pero debo adelantar que esta relación resulta simbiótica dado que las dos partes son indisociables. Algo así como el profesor que se queja de sus alumnos, aunque sin ellos su labor no tenga ningún sentido. Estamos todos incrustados en la misma circunstancia, como el bajel y el timonel a quienes el naufragio arrastraría de manera conjunta. Nos situamos frente a señales indicadoras del desastre y, por supuesto, dará igual que estemos sobre las aceras de una gran ciudad o en las praderas a las afueras de la aldea. Todos estamos unidos en la travesía colectiva que estamos obligados a realizar como los argonautas junto a Jasón. Las cuestiones a tratar se sitúan allende lo estatal y asumen un tufo globalizador que viene a enmascarar, con bellos eufemismos, lo que realmente sucede. El libre mercado, la desregularización o la racionalización de los recursos humanos no son más que circunloquios para ocultar una transformación profunda que viene acaeciendo desde al menos medio siglo. No obstante, este es el último punto de este peregrinaje textual, pues antes debemos detenernos en algunos aspectos fundamentales.

Hablábamos del sector agrícola y ganadero en las primeras líneas. Hemos comprobado cómo se ha producido una movilización masiva debido a las condiciones sufridas por estos sectores desde hace tiempo. Con todo, no habría que olvidar que somos los consumidores los que llevamos sufriendo las consecuencias de esta deriva con una subida de precios constante que no parece tener fin. De este modo, si la queja viene de la venta a pérdidas, tal y como parece suceder con independencia de las medidas asumidas por este Ejecutivo, ¿qué ha sucedido por el camino? En este caso parece ser que los intermediarios, grandes empresas de distribución y venta son los que están llenando sus bolsillos a costa de unos y otros. Sin embargo, las protestas se dirigen hacia una clase política que ha venido subvencionando a estos productores de manera desquiciada. Parece que el campo se muere sin el dinero público a no ser que estemos al frente de una macroexplotación agrícola y ganadera. El comercio de cercanía, la producción autóctona y los recursos más apropiados para su consumo con técnicas más respetuosas con el medioambiente se ven marginadas y necesitadas del subsidio. Sin duda, no se trata de una situación azarosa y esta metamorfosis se ha venido gestando de manera gradual. Hemos caído en una espiral de compleja solución debido a la naturalización de ciertas prácticas de consumo directamente nocivas para nosotros y para el sector primario. El exceso de burocracia del que se quejan estos trabajadores no es más que otra piedra en el camino ya que esta consecuencia no es más que otro de los métodos para provocar la muerte dulce de la competencia. De este modo, solo grupos con departamentos legales y de gestoría podrán asumir el trabajo adicional implícito en estos trámites.

Las ventajas de un mercado capitalista globalizado permiten a un agricultor español vender sus productos en cualquier lugar del planeta o un ganadero exportar sus jamones a precio de oro a la otra esquina del mundo. Ahora bien, ¿qué sucede con los consumidores locales? Para poner un ejemplo, el aceite de oliva mantiene una subida inflacionaria inasumible para infinidad de familias, ¿qué ha sucedido con la producción local? ¿Acaso competimos con consumidores de otro lugar dispuestos a pagar lo que sea por el exótico líquido dorado? Cuando se coloca el producto a estos precios desorbitados no se percibe ninguna queja, pero cuando el producto es foráneo y viene a rivalizar con lo local es cuando los nervios se erizan y comienza la batalla. El problema, en este sentido, se da de la mano de los poderes tácitos arrimados al campo, verbigracia, el Partido Popular y VOX, que negaron su voto a las medidas para regular y controlar las ventas a pérdidas, se han erigido en defensores de lo rural. ¿Será posible tamaña hipocresía? Desde luego, esta y mucho más, pues también es imprescindible recordar la inacción del Partido Socialista ante problemas globales, pero insertos en lo local, aunque se procure difuminar su rastro.

No cabe duda de que el medio rural se ahoga en el libre mercado. Sin embargo, esta es una situación que a todos nos afecta y los egoísmos enarbolados por voces autorizadas del sector no vienen a ayudar para la búsqueda de soluciones. El campo no es patrimonio de quien lo trabaja, es un bien colectivo. Lo mismo sucede con las ciudades dotadas de espectáculos, servicios y medios de transporte públicos para que cualquiera pueda venir a disfrutarlas. Quizás debiéramos a dirimir quién es el verdadero enemigo antes de lanzarnos al ataque.

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