La normalidad

Uno de los fenómenos universales más reconocibles podemos encontrarlo en la husma de la vida ajena. De alguna manera, sentimos, en mayor o menor medida, una pulsión irrefrenable por meter las narices en las vivencias de los demás. Siempre ha habido y habrá cotilleos, chismorreos y susurros que tienen por objeto la crítica a las decisiones, pertenencias o hábitos de nuestros conocidos, vecinos o familiares. De alguna manera, siempre sabemos cómo actuar cuando no somos los protagonistas de la circunstancia a resolver. En un aparte tomamos buena nota de los errores impropios y con la perspectiva privilegiada ofrecida por el paso del tiempo nos damos la satisfacción de enmendar el pasado. Ahora bien, cuando resultamos víctimas de esta disposición genérica nos sentimos molestos y afeamos a los otros este escrutinio para con nuestra privacidad. Empero, esta disposición no se disuelve y nos arrojamos al examen de terceros asumiendo que nuestro punto de vista está por encima del bien y del mal.

En España tenemos una profunda tradición que viene a recoger el sentir de las líneas precedentes. Podemos comprobarlo en distintos estratos y situaciones que, por otro lado, vienen a extinguirse por los nuevos modos vinculados a las redes sociales. Con todo, el chisme analógico sigue presente y podemos comprobarlo en múltiples situaciones. Por ejemplo, las pequeñas poblaciones rurales en las que toda la localidad está de alguna manera interconectada y las peripecias intrafamiliares resultan patrimonio común. Es más, una pregunta usual en estos ámbitos condensa este sentir: ¿de quién vienes siendo? Este enigma permite la ubicación en el conjunto, pues consiente con el establecimiento de conexiones basadas en los vínculos de sangre. Además, y puesto que cada familia tiene entidad propia, una vez se realiza este lazo es posible catalogar al interpelado de manera más o menos exacta; al menos a ojos del interrogador: es de buena familia, no tienen asuntos pendientes, tienen tierras, son de aquí de toda la vida y demás datos se resuelven dando respuesta a la cuestión inicial.

Otro ejemplo se pone de relieve en los tradicionales covachuelistas, individuos enterados de las pasiones, debilidades y entusiasmos del resto de la población. La ubicación de estos establecimientos, en iglesias y edificios institucionales, los convertía en observatorios privilegiados para la inspección de las experiencias de los otros. Quién habla con quién, cómo cambian las actitudes, cuál es el aspecto de la concurrencia, cuánto dinero ha ganado alguien con su último negocio; estas y otros interrogantes pasaban a ser patrimonio del covachuelista de turno. De hecho, este concepto se emplea para denominar a aquellos que conocen los entresijos administrativos. En la línea precedente podrían mencionarse los mentideros de Madrid, siempre a la zaga de los vaivenes de la corte, pues suponían una información trascendental para de este modo prever los movimientos subsiguientes. Los arribistas o caídos en desgracia debían, por tanto, mantenerse al tanto de las primicias dado que este conocimiento podía implicar la diferencia entre el éxito o la desgracia. Por supuesto, y de manera adicional, también así se daba cuenta de los últimos amoríos, triunfos y adversidades de la aristocracia y sus acólitos.

Esta tendencia, idiosincrásica del ser humano en cualquier tiempo y cultura, ha adquirido en el último siglo una dimensión profesionalizada que se ha recogido en innumerables publicaciones. Desde la crónica social de los periódicos, donde se daba cuenta de las apariciones en comunidad de personajes supuestamente sobresalientes, hasta las revistas especializadas que han ido evolucionando desde la devoción y respeto iniciales hasta la vulgarización e intromisiones de los últimos años. Con independencia de la línea editorial y el estilo asumidos, en este tipo de escritos podemos encontrar respuestas a la condición humana. Es decir, su sola presencia en los quioscos y el ámbito digital nos viene a indicar nuestra dependencia ante este tipo de informaciones. Antaño interesados en el entorno cercano gracia a la transmisión boca a oído, hoy por hoy el panorama a estudiar ha adquirido un tono global y no se nos escapan los detalles de las estrellas de Hollywood o de las vacaciones de los hombres y mujeres subidos a lomos de sus fortunas.

La relación establecida podría decirse que tiene un carácter simbiótico. Por un lado, nuestras existencias anodinas se ven reflejadas en cierta medida en las de estos privilegiados. Comprobamos cómo los millonarios más estrafalarios y supuestamente bienaventurados rompen con sus parejas, tienen un accidente o incluso un hijo díscolo que ha caído en las drogas. Por este camino alcanzamos la catarsis griega que ofrece consuelo a nuestra vulgaridad, pues, en lo más profundo de nuestro ser, nos congratulamos con la desgracia. También podemos comprobar cómo la rutilante estrella de cine sale a la calle vestida de trapillo para así congraciarse con la ordinariez habitual en nuestros ambientes. O incluso se permiten posar descalzos, con pantalones vaqueros y camisa blanca, todo un hallazgo. Por otro lado, pueden generarse vínculos de afecto y admiración que provocan el desvarío y el proselitismo más enajenado. Ahora bien, había advertido de la simbiosis establecida, desde el lado opuesto, el de las celebridades. Desde su perspectiva, además de rentabilizar su cotidianidad con reportajes suculentamente pagados, ofrecen una apariencia de normalidad como queriendo demostrar su funcionalidad como seres humanos. Supongo, que estos personajes ajenos al bullicio habitual, certificar su normalidad también debe resultar un alivio. Se produce, por tanto, una relación recíproca en la que las dos facetas emergen aparentemente reforzadas.

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