En defensa de la inocencia

A cualquier manifestación de inocencia o ingenuidad le sigue el gesto desdeñoso del cinismo impostado.

Hagamos, antes de entrar en profundidad, una clarificación de términos. Pese a que la palabra «inocencia» define algo como «inmaculado» y el término «ingenuo» como «carente de malicia», ambos se suelen mezclar en el uso cotidiano. Así, cualquiera de los dos, siendo más común el primero, aducen a un perfil muy determinado: el de aquella persona carente de maldad, de picardía, o cuyos escrúpulos morales impiden actuar de una manera no ética. También se puede incluir en esta categoría a quienes ignoran ciertos hechos, usos o realidades. Por otra parte, cuando hablamos de «cinismo» no nos referimos a la doctrina griega sino a la acepción contemporánea del cínico, un apático que ha abandonado la aspiración de la Secta del Perro hacia el ideal del hombre magnífico para conformarse con la realidad del hombre mediocre que se eleva sobre el desprecio del otro.

Conviene analizar en primer lugar los orígenes de este cinismo que no es tal. El neoliberalismo de los años 80, ufano después de la derrota de cualquier lucha obrera y con el rival soviético reducido a torpe y agonizante maquinaria burocrática, presentó a la sociedad a través de ese medio constructor de aspiraciones que es el cine un modelo de hombre —el uso del masculino no es casual, ni fruto de los usos del lenguaje— profundamente nihilista, cuyo horizonte vital es la acumulación de valor de cambio para producir más valor de cambio: una encarnación perfecta de la dinámica capitalista. Podemos apreciar aquí los primeros pasos de esa nueva etapa del sistema por la cual éste ya no se impone mediante el imperativo autoritario, sino que se inocula para desarrollarse en el propio individuo. Vemos el éxito de esta nueva «cepa» en el trabajador contemporáneo que describe Han, el cual ya no sólo es explotado, sino que se explota a sí mismo.

La presentación del hombre avaricioso y nihilista trae consigo un desdén hacia los valores morales y los escrúpulos. Allí donde Nietzsche proponía —¿imponía?— una transvalorización de los valores, el capitalismo arrasa con todos para construir su modelo de sociedad en torno a uno nuevo: el afán de lucro. Así, los principios se consideran pura tartufería en el mejor de los casos y, en el peor, un obstáculo a eliminar en la persecución de una felicidad que se alcanza mercancía mediante. Este prototípico hombre neoliberal —rechacemos la manida costumbre de atribuirle un término en latín— está constituido por otro aspecto fundamental: lleva consigo el lema del «hecho a sí mismo». No necesita a los demás. Llega a utilizarlos, previa objetualización —¿dónde es esto más claro que en el trato hacia las mujeres?—, mas no los necesita. De hecho, los rechaza: si no han alcanzado su posición es porque están lastrados por esos valores que él abandonó. Moralidad se asocia a debilidad.

Ante esta última afirmación, cabe la pregunta: ¿es este hombre neoliberal una encarnación de la voluntad de poder? No. En realidad, el hombre neoliberal es presa de sus instintos, entronizados hasta recibir sin merecerlo el nombre de «valores». Que su principio rector sea esa vacía compulsión acumulativa y el sometimiento lo retrata no como un señor, sino como un esclavo: de la producción, de la mercancía, del sistema. No hay poderío en quien pone todo su ser en un estilo de vida que se alimenta del aplauso de los demás, de la envidia del rebaño. La violencia con la que trata a esas personas-objeto de las cuales se rodea también lo distancia del übermensch. La idea de la voluntad de poder ha tenido muchas y no siempre positivas implicaciones en el moldeamiento de la modernidad, como señala Jacobo Muñoz, pero la configuración de este perfil humano en particular no está entre ellas.

Sin embargo, el hombre neoliberal de los años 80 ha evolucionado. En la actualidad, el cínico que persigue el éxito por un nihilista deseo de acumulación de bienes y estatus es una minoría, frente a la mayoría que no solo acepta apáticamente su condición, sino que rechaza cualquier propuesta alternativa por inocente, ingenua, ridícula por utópica, «idealista». Esta apatía, por supuesto, no es casual. Digámoslo con Debord: es históricamente fabricada y mantenida a partir de la ideología, el urbanismo y los mass media. No es propia, aunque así les gustase a quienes la esgrimen. El capitalismo configura la preconcepción de los individuos, el modo en que construyen su ser-en-el-mundo. Nadie, como señaló Heidegger, está fuera del círculo hermenéutico que configura el todo a partir de las partes y viceversa. Nadie puede afirmar estar en la posición de perfecta equidistancia, desde la cual se posiciona por su propia elección, libre de toda influencia.

El mundo globalizado del S.XXI no podía mantener la ficción del hombre hecho a sí mismo. Una vez se entra de lleno en la posmodernidad, el mensaje es la ausencia de alternativa al capitalismo, de la que se deriva una aceptación sumisa de la pobreza, la falta de libertades, la vulnerabilidad ante el capital, etc. Un mensaje sesgado, desde luego: pese a que Lyotard apunta al triunfo del sistema y Fukuyama señala al fin de la historia, este «preparado posmoderno» excluye, por ejemplo, la apertura a las reivindicaciones y luchas de nuevos colectivos. Esta aceptación plena de la situación deriva en la pospolítica que retrata Žižek: una forma de hacer política que camufla la ideología de ausencia de ideología, reducida a la mera gestión de aspectos técnicos. La apatía inducida tiene sus propias consecuencias: un rechazo no ya de cualquier modelo alternativo, sino de la mera posibilidad de una alternativa. Citando a Jameson: en la actualidad y como lo refleja el cine, es más fácil imaginar el fin del mundo que un mundo sin capitalismo.

Pero la sociedad actual también es narcisista. Debido a ello el trabajador no puede asumir, no debe asumir, que su condición es fruto de una derrota. Admitir que su apatía es fabricada y que al asimilarla está ejerciendo un rol estructural, dando un paso más en la dinámica de Han por la que el trabajador se explota a sí mismo para además bloquear él mismo cualquier alternativa, sería intolerable. Se niega por lo tanto la naturaleza inculcada de esta percepción de las cosas y, mutatis mutandi, se invierte hasta convertir la derrota en victoria: la del individuo perspicaz, «listo», que se no se va a dejar entrampar con quimeras e ilusiones de un mundo más justo.

El desencanto de quien lo intentó y fracasó da paso así a una versión más cómoda: la de quien ni siquiera lo intenta y se siente vencedor por ello. Lo que no es sino servidumbre ante cualquier autoritarismo pasa, o lo intenta, por descreimiento fruto de una superior capacidad de análisis. El individuo del que hablamos cree haber revisado la situación actual con semejante tino que ha llegado a la conclusión —por sus propios medios, afirmará— de que solo queda el desengaño. A éste se le suma el remanente nihilista del hombre neoliberal para configurar un nuevo perfil: el de quien rechaza tanto las alternativas como los valores.

Esta actitud no soporta la ingenuidad. Ve en ella una falta de experiencia, el fruto de no haber sufrido lo bastante —otra gran victoria de un sistema que maltrata al individuo como a un personaje de dibujo animado es inculcarle la noción de que del dolor se aprende—, a no tener la suficiente sagacidad. El punzante recordatorio de su propia apatía le irrita, de modo que desea extirpar esa ingenuidad. El aguijonazo de quien ostenta unos valores pica como, según Platón, picaba Sócrates en Atenas. El apático no puede obligar al moral a beber cicuta, pero puede denigrarlo, golpearlo con su condescendencia. Su neutralidad, que no es sino elegir bando a favor del sistema, queda retratada. La negativa a dejarse aplastar por el rodillo revela que, aunque dicho aplastamiento vaya a producirse, el aplastado puede optar por oponerse en lugar de dejarse apisonar mientras se jacta en que lo vio venir primero.

Esta apatía inculcada a nivel particular es una de más firmes garantes del sistema. Hay una expresión inglesa muy acertada para este análisis: «to be full of oneself», literalmente «estar lleno de uno mismo», una expresión que señala una arrogancia desmedida. El cínico actual, orgulloso de su neutralidad, su nihilismo, su apatía inducida percibida como artesana, está lleno de sí mismo: tanto, que no hay espacio para el cambio. Demócrito y Leucipo señalaban acertadamente que los átomos necesitaban espacio vacío para moverse, y que si todo estuviese lleno no habría cambio alguno. El narcisismo llena al individuo de sí mismo hasta abarcar todo el espacio, no deja margen de movimiento para el cambio, petrifica al sujeto y éste petrifica el sistema.

Sócrates afirmaba no saber nada —«¡y ni de eso estoy seguro!», replicaba Pirrón—. Más lejos y mucho tiempo después, en la práctica marcial oriental se considera que el aprendizaje pleno no se produce con la obtención de un cinturón negro, sino cuando está tan gastado que vuelve a ser blanco, inocente, consciente de su propia ignorancia, vacío (un principio muy presente en el budismo zen). La ingenuidad ha tenido y tiene un valor. El mercado, por supuesto, intenta mercantilizarla vistiéndola de infantilismo o asimilándola a un optimismo que, como apunta Eagleton, no es sino una herramienta más del sistema. Frente a estas corrupciones y al perfil descrito a lo largo de esta entrada, es necesario reivindicar la inocencia y la ingenuidad de quien propone modelos o la mera existencia de una posible alternativa; de quien asume el revés histórico sin caer en derrotismos disfrazados; de quien ostenta una moral que no pasa por objetualizar al ser humano; de quien no lo sabe todo ni pretende saberlo, consciente de su propia ignorancia y con afán de cambiarla.

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